miércoles, 22 de abril de 2009

La novia de D´Artagnan



Mi respuesta al último comentario de mi post anterior me ha hecho recordar este genial artículo de Perez- Reverte.

La Novia de D´Artagnan

Le calculé muy ventipocos años. Era la tercera o cuarta de la fila, en aquella librería de Buenos Aires donde el arriba firmante hacía exactamente eso, firmar. Me pareció callada y tímida. Venía cargada con una mochila llena de libros, y cuando llegó hasta mí sacó de ella un leído y releído ejemplar de “El Club Dumas”.

Amo a D´Artagnan -afirmó-. Y a los otros.

Lo dijo temblándole la voz, como si acabara de confesar una pasión extraña o prohibida. Aún pareció a punto de añadir algo, pero no dijo nada más, limitándose a mirar el libro que yo tenía en las manos. Escribí unas palabras cariñosas en la primera página, conversé con ella unos instantes y luego pasé a atender a una señora sexagenaria, muy guapa, con ojos verdes que debieron causar importantes estragos en su tiempo. Mientras charlábamos de Sevilla y los bares de Triana, ví que la jovencita que amaba a D´Artagnan seguía por allí, entre los libros, con su mochila al hombro.

Una hora más tarde, al despedirme del dueño de la librería y de mis amigos, ella aún estaba en la puerta. “Necesito enseñarle algo”, dijo. Y le temblaba la voz como si aquello le costase un gran esfuerzo. “Por favor” añadió. Estábamos junto a la terraza del Patio Bullrich, así que a nada comprometía sentarse cinco minutos y tomar un café. Pero yo dudaba. Miré la hora, incómodo. “Es demasiado peso”, dijo entonces la chica, señalando a su mochila. Me eché a reir, y al cabo de un instante ella también rió, todavía tímida. Resulta imposible negar un café a alguien que apela, como santo y seña, a las últimas palabras de Porthos en la gruta de Locmaría, así que la joven que decía amar a D´Artagnan tomó asiento frente a mí, en el borde de su silla, y de la mochila extrajo un montón de manoseadas antiguas ediciones en folletín de las novelas de Alejandro Dumas. Las había ido adquiriendo en las librerías de viejo, explicó.Todo estaba allí: “Los tres mosqueteros”, “Veinte años después”, “El viconde de Bragelonne”…

Y ella habló. A pesar de su timidez, sin apenas levantar los ojos de los libros, contó largamente, de un tirón, sus muchas horas recorriendo a solas la ruta de Calais, en los corredores del Louvre, batiéndose con Jussac y los guardias del cardenal, enarbolando como bandera la servilleta del baluarte de San Gervasio, o escapando por azar al vino de Anjou envenenado por Milady. Lo conocía todo mejor que yo. Y desde niña, aclaró. Para comprobarlo, nos planteamos una especie de cuestionario mutuo que resultó de lo más divertido: el tamaño de los pies de Constancia Bonacieux. Los tres apellidos de Porthos. El nombre del perro de Beaufort. Qué dama usa el alias de María Michon. Quién es Biscarrat, en qué capítulo rompe su espada y en qué capítulo del Bragelonne aparece su hijo. En qué calle vive D´Artagnan cuando es teniente de mosqueteros. Y la única pregunta que ella no supo responder: el nombre del padre del malvado Mordaunt, hijo secreto de Milady.

De los mosqueteros pasamos a “El Conde de Montecristo” y “"La Reina Margot", y de Dumas nos fuimos liando con Sabatini, Salgari y los otros, entre “Scaramouche”, “El Corsario negro” y “El prisionero de Zenda”. Mencioné a Ruperto de Hentzau y la risa de Yañez, y en ese momento ví que Paula lloraba.Lo hacía silenciosa y mansamente, y había lásgrimas que le rodaban por la cara yendo a caer sobre las tapas descoloridas
de los viejos folletines. Molesto, pregunté por qué me hacía esa faena. Ella levantó la cara, muy grave y muy seria: “Nunca había podido hablar de todo eso con nadie”, dijo. Y supe que me estaba contando la verdad. Después, mientras yo pagaba los cafés, Paula fue metiendo uno a uno los viejos folletines en su mochila. Lo hizo con una dulzura infinita, procurando que no se doblasen las gastadas tapas, como si se tratara de objetos preciosos. Y se puso en pie.

“Ojalá exisitiera Ruritania”, murmuró.

“Existe”, respondí. Limita al norte con Syldavia y al sur con el Castillo de If.

Aún tenía húmedos los ojos, pero la vi sonreir.

“Entonces el próximo café lo pagaré yo”, dijo. Si alguna vez nos vemos en Zenda.

Después me dio un beso fugaz. Y la vi alejarse entre la gente, con su pesada mochila llena de sueños

domingo, 19 de abril de 2009

Safe and sound

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Estaba tumbado en mi salón, solo. Trataba de aprovechar uno de esos, ahora extraños, momentos de silencio en una casa en la que, felizmente, hay una loca bajita. Aprovechaba ese paréntesis de paz, decía, leyendo un libro que recomiendo vívamente. Pilotos, Caimanes y otras aventuras extraordinarias en el que su autor, Jacinto Antón, hace una recopilación de artículos o pequeños ensayos sobre su particular galería de héroes, y villanos, lugares o hechos históricos favoritos.

Así nos habla de el Conde Almásy (aviador húngaro en el que se inspiró la historia que se narra en la película El paciente inglés), del aventurero y navegante Thor Heyerdhal (y sus aventuras con la Kon-Tiki), nos habla del Alamein con un título tan sugerente como "el hombre que vió llorar a Rommel". Nos trae a la memoría las glorias de la caballería; los l
anceros de Bengala, la última carga de la caballería ligera y, ¿cómo no?, los regimientos de húsares y nos hace sentirnos desgraciados al recordar la ignominiosa carrera del General Custer.

La lista de palabras (para mi con un significado enorme, cada una de ellas, me emborraché de niño leyendo libros de aventuras, de gestas históricas, hazañas bélicas..) es interminable y ,en mi opinión, absolutamente
sugerente: Skorzeny, Waterloo, Mallory, Balacclava, Spitfire, Nádasky, Thesiger, Lothar Arnauld, el capitán Blight.

Como decía, estaba leyendo cuando mi celular, sobre la mesa, emitió un pitido doble. Había recibido un sms. Miré la pantalla iluminada; 1 mensaje recibido y después una serie de números. El mensaje no era de un contacto de mi agenda y la serie de números en la pantalla aún iluminada no me resultaba familiar.

El texto decía: ¿Estás bien? No sé, un presentimiento tonto de los míos. Perdóname. No estaba firmado y sin embargo, supe sin dudarlo quién me preguntaba. Una persona a la que no veo hace mucho tiempo. No me hizo falta pensar para responder: Estoy bien. Gracias.